18 de marzo de 2008

El corazón aventurero


El guardabosque mayor
Goslar


"El inmenso bosque que atravesaba me resultaba familiar y extraño al mismo tiempo. Estaba formado por plantaciones de arboledas cultivadas regularmente que los fines de semana rebosaban de domingueros venidos de la gran ciudad, pero entre tales parques había dispersas islas de bosque virgen y sierras inexploradas. Me había adentrado en su corazón para buscar al guardabosque mayor, pues me había enterado de que pretendía eliminar a un adepto que había partido a la caza de la víbora azul.

Lo encontré en su pabellón de caza de inspiración gótica, que semejaba una armería. Todas sus paredes estaban tapizadas con trampas, ocultas completamente bajo cepos, nasas, redes, alambres y horcas de topos. Del techo colgaba una colección de lazos y nudos trenzados con pericia: un alfabeto enmarañado, donde cada letra estaba lista para la caza. Incluso el candelabro se ajustaba a esa instalación: sus velas aparecían clavadas en los dientes de un gran cepo con forma anular. Era de esa clase que en otoño se oculta por los senderos solitarios del bosque, bajo la hojarasca seca y que se cierra bruscamente, al más leve roce con un pie de hombre, hasta la altura del pecho, como una dentellada letal. Hoy, sin embargo, sus dientes apenas resultaban visibles, pues en honor de mi visita se había entrelazado en torno a ellos una corona de muérdago verde mate y de serba roja.

El guardabosque mayor se encontraba sentado tras una mesa maciza hecha con madera de aliso de color rodeno, que fosforecía en el crepúsculo. Estaba sacándole brillo a una serie de espejitos pequeños y giratorios, que en otoño se usan para atraer a las alondras. Tras darme la bienvenida, nos enredamos al instante en una animada conversación sobre el derecho de caza en las faldas donde habitan las víboras azules. Puesto que había observado que durante esa conversación modificaba, de vez en cuando, inadvertidamente, la disposición de los espejos para la caza de alondras, me mantuve muy alerta. En general, se comportaba de un modo muy extraño; durante largos periodos de nuestra disputa, en vez de replicar, se limitaba a sacar del morral varios tipos de flautas de reclamo, con las que piaba, bramaba y llamaba al corzo. Pero cada vez que la conversación daba un giro significativo recurría siempre de nuevo a una gran flauta de madera que silbaba como un cuclillo y emitía sonidos parecidos a los de un reloj de cuco. Comprendí que era su manera de reír.

Por muchas vueltas que diera nuestra conversación, regresaba constantemente al mismo punto. Siempre volvía a afirmar con insistencia:

-En mis bosques la víbora azul es lo más importante: atrae a mi coto a las mejores piezas de caza.

Y mis reiterados intentos por apaciguarle siempre resultaban vanos:

-Pero las pendientes donde vive la víbora azul nunca serán accesibles al ser humano.

Parecía que esa objeción le alegrara en particular, pues tan pronto como se la planteaba repetía casi sin cesar su absurdo reclamo de cuclillo. Puesto que Nigromontanus me había afinado el oído incluso para las figuras desusadas de la ironía, renuncié sabiamente a la réplica.

Así, discutimos durante largo tiempo sobre lo humano y lo divino con frases enigmáticas que a veces rayaban en un lenguaje de signos puros. Al fin el guardabosque interrumpió la disputa:

-Veo bien que usted está a mi altura en el dominó jeroglífico. Desde el Viejo Botafuego usted es el primer contrincante capaz de medirse conmigo. Pero ¡atrévase a subir alguna vez por la pendiente, y verá con sus propios ojos lo que se trama allí arriba!

De modo que me puse en camino, guiado a través de lo más profundo del bosque por la lejana voz de la gallina roja silvestre, representante de los animales heráldicos de la orden de los mauritanos. Cuando el sol estaba en su cenit, abandoné el bosque y me adentré en una hondonada calurosa y yerma, cuya superficie estaba completamente cubierta de cardos. Éstos eran de la especie sin tallo y dentada, como la rosa de los vientos que se denomina carlina angélica. La exigua lechetrezna se entremezclaba con los abrojos. Muchos senderos angostos e inmemoriales cruzaban en zigzag los matorrales. Las víboras azules cerraban el paso. Cuando vi a estos animales, me sentí muy complacido y pensé: "Ahí se ve enseguida cómo la vieja raposa ahorra en medios". Lo deduje de la circunstancia de que su cuerpo se había enroscado hasta formar un nudo corredizo cuyo significado sólo podía pasar inadvertido a quien todavía fuera un bisoño en semejantes tretas y enredos. A pesar de todo me agazapé tras un arbusto y permanecí al acecho toda la tarde, naturalmente sin ver a ningún ser humano.

Al caer la tarde apareció una mujer decrépita que llevaba una pequeña espátula en las manos. Se puso en cuclillas sobre una superficie despejada y trazó con su utensilio un rectángulo en el suelo, más o menos de la dimensión del tablero de una mesa. Después entró y de cada esquina sacó una paletada de tierra, hizo un conjuro y arrojó la tierra sobre sus hombros. Con cada lanzamiento el hierro de la paleta parecía brillar como un espejito.

Puesto que esa escena me llenó de una irresistible curiosidad, hasta el punto de olvidar completamente los nudos corredizos, me acerqué de puntillas a sus espaldas y le susurré al oído:

-Eh, buena vieja, ¿qué estás haciendo aquí?

Se dio la vuelta sin ninguna muestra de sorpresa, en cierto modo como si me esperase, me miró y me respondió entre murmullos con una risa ahogada que me heló la sangre:

-Hijito, no debes preocuparte; ¡vas a enterarte muy pronto!

Entonces, con una claridad espantosa, advertí que a pesar de todo había caído en las redes del guardabosque mayor. Y comencé a maldecir la astucia y la temeridad solitaria que me había enredado en semejante compañía, pues comprendí demasiado tarde que toda esa sagacidad sólo me había servido para volver invisibles los hilos de telaraña con que me había atrapado. ¡Sí, yo mismo era el adepto condenado a morir, el hombre destinado a la caza, yo mismo la pieza seducida por el reclamo de la víbora azul!"


Ernst Jünger (1895-1998)
El corazón aventurero. Figuras y caprichos. (1938)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya no sé que es lo mejor. La rara pieza abatida o rescatada o la capacidad del cazador en encontrar la presa. No sé si lo que rebuscas, atrapas y nos lo muestras aqui o, por el contrario, la capacidad de saber cosas y subrayarlas con dtalles o pruebas testificales.
De otra manera, caa vez me descubrs más cosas y por ello te quiero más. Rafa