"[...] La forma de Palermo es muy singular. La ciudad, que se extiende en medio de un vasto circo de montañas peladas, de un gris azulado con algún toque rojizo, está dividida en cuatro segmentos por dos grandes calles rectas que se cruzan en el centro. Desde este cruce se ve por tres lados la montaña, allá a lo lejos, al fondo de inmensos pasillos de casas, y por el cuarto se ve el mar, una mancha azul, de un azul vivo, que parece muy cercano, como si la ciudad se hubiera precipitado sobre el agua.
Un deseo me acosaba el día que llegué. Quería ver la capilla Palatina, que según me habían dicho es la maravilla de las maravillas.
La capilla Palatina, la más bella que hay en el mundo, la joya religiosa más asombrosa soñada por el pensamiento humano y ejecutada por las manos de un artista, está encerrada en la compacta construcción del Palacio Real, antigua fortaleza construida por los normandos.
La capilla no tiene fachada. Cuando entramos en el palacio nos sobrecoge la elegancia del patio interior, rodeado de columnas. Una bella escalera de un cuarto de vuelta produce una perspectiva sorprendente. Frente a la puerta de entrada hay otra puerta que se abre sobre la pared del palacio y da al campo lejano, ofreciendo inesperadamente un horizonte estrecho y profundo: la cimbrada abertura parece arrojar nuestro espíritu a esas regiones infinitas y a sus ilimitadas fantasías, raptando la mirada y arrastrándola de un modo irresistible hacia el tejado azul del monte vislumbrado allá abajo, a lo lejos, muy lejos, sobre una vasta llanura de naranjos. [...]
Los hombres que concibieron y ejecutaron estas iglesias luminosas y sin embargo sombrías debieron tener una idea completamente distinta del sentimiento religioso que los arquitectos de las catedrales alemanas o francesas; y su singular genio se esforzó sobre todo en conseguir que la luz penetrara en esas naves tan maravillosamente decoradas de un modo que no pudiéramos sentirla ni verla, que resbalara sin apenas rozar las paredes y que produjera en ellas efectos misteriosos y cautivadores, de modo que pareciera proceder de las paredes mismas, de los vastos cielos de oro poblados de apóstoles. [...]
GUY DE MAUPASSANT (1850-1893)
La vida errante (1890)
La traducción es de Elisenda Julibert.