(óleo de Conrad Stryker)
CAPITULO PRIMERO
Debió de ser un martes por la noche cuando la conocí: en el baile. Fui a trabajar por la mañana, tras haber dormido una o dos horas, como un sonámbulo. El día pasó como un sueño. Después de cenar, quedé dormido en el sofá sin haberme quitado la ropa y me desperté hacia las seis de la mañana siguiente. Me sentía como nuevo, puro de corazón y obsesionado con una idea: conseguirla a toda costa. Mientras atravesaba el parque, iba preguntándome qué clase de flores le enviaría con el libro que le había prometido (Winesburg, Ohio). Pronto iba a cumplir treinta y tres años, la edad de Cristo crucificado. Tenía por delante toda una vida nueva, si era capaz de arriesgarlo todo. En realidad, no había nada que arriesgar: estaba en el último peldaño de la escala, era un fracasado en todos los sentidos de la palabra.
Así pues, era sábado por la mañana, y para mí el sábado ha sido siempre el mejor día de la semana. Vuelvo a sentirme vivo, cuando otros están muriéndose de cansancio; para mí la semana comienza con el día de descanso de los judíos. Desde luego, no tenía la menor idea de que aquella iba a ser la gran semana de mi vida. Lo único que sabía era que el día era propicio y memorable. Dar el paso fatal, arrojar todo a los perros, es en sí una emancipación: en ningún momento se me ocurrió pensar en las consecuencias. Rendirse absoluta, incondicionalmente, a la mujer que se ama es romper todas las ataduras, salvo el deseo de no perderla, que es la más terrible de todas.
Pasé la mañana pidiendo prestado a diestro y siniestro, envié el libro y las flores, y después me senté a escribir una larga carta que entregaría un repartidor especial. Le decía que le telefonearía luego, por la tarde. A mediodía salí de la oficina y me fui a casa. Estaba terriblemente inquieto, casi febril de impaciencia. Esperar hasta las cinco era una tortura. Volví al parque, sin pensar en nada mientras caminaba a ciegas por los prados y hasta el lago, donde los niños hacían navegar los barcos. A lo lejos se oía una orquesta; me traía recuerdos de mi infancia, de sueños apagados, añoranzas y penas. Una rebelión abrasadora y apasionada me henchía las venas. Pensé en grandes figuras del pasado, en todo lo que habían realizado a mi edad. Las ambiciones que hubiera podido tener habían desaparecido; lo único que quería hacer era ponerme enteramente en sus manos. Por encima de todo quería oír su voz, saber que seguía viva, que todavía no me había olvidado. Poder meter una moneda en la ranura cada día de mi vida a partir de entonces, poder oírle decir: "Hola", eso y nada más era lo máximo que me atrevía a esperar. Si me prometiera eso, y cumpliese su promesa, no importaría lo que ocurriera.
A las cinco en punto me apresuré a telefonear. Una voz con acento extranjero y extraordinariamente triste me informó de que no estaba en casa. Intenté averiguar cuándo estaría, pero colgaron. La idea de que estaba fuera de mi alcance me volvía loco. Telefoneé a mi mujer para decirle que no iría a cenar. Recibió la noticia con su desagrado habitual, como si no esperara de mí otra cosa que decepciones y aplazamientos. "¡Ojalá se te atragante, so puta!", pensé para mis adentros y colgué. "Por lo menos sé que no te deseo a ti, ni nada de ti, muerta o viva." Se acercaba un tranvía descubierto; sin pensar hacia dónde iba, monté y me dirigí al último asiento. Seguí montado dos horas y sumido en un profundo trance; cuando volví en mí, reconocí la heladería árabe cercana al puerto, bajé, caminé hasta el muelle y me senté en un larguero a mirar la gran greca del Puente de Brooklyn. Todavía quedaban varias horas por matar antes de atreverme a ir al baile. Mientras contemplaba con la mirada perdida la orilla opuesta, mis pensamientos derivaban sin cesar, como un barco sin timón.
Cuando por fin me recobré y me alejé tambaleándome, era como un hombre bajo los efectos de un anestésico que hubiera conseguido escapar de la mesa de operaciones. Todo parecía familiar y, sin embargo, carecía de sentido; tardé una eternidad en coordinar unas pocas impresiones simples que por cálculo reflejo ordinario significarían mesa, silla, edificio, persona. Los edificios sin sus autómatas son aún más sombríos que las tumbas; cuando se dejan las máquinas inactivas, crean un vacío más profundo que la propia muerte. Yo era un fantasma que se movía en un vacío. Sentarse, pararse a encender un cigarrillo, no sentarse, no fumar, pensar o no pensar, respirar o dejar de respirar, eran una y la misma cosa. Cáete muerto y el hombre que va detrás de ti pasa por encima de tu cadáver; dispara un revólver y otro hombre te dispara a ti; grita y despiertas a los muertos, que, cosa curiosa, también tienen pulmones potentes. Ahora el tráfico va de este a oeste; dentro de un minuto irá de norte a sur. Todo sigue su curso ciegamente, de acuerdo con las normas, y nadie llega a ningún sitio. Entra y sal, sube y baja tambaleándote y bamboleándote; unos salen como moscas, otros entran como enjambres de mosquitos. Come de pie, con ranuras, palancas, monedas grasientas, eructa, límpiate los dientes con un palillo, ladéate el sombrero, anda vacilante, resbala, tambaléate, silba, levántate la tapa de los sesos. En la próxima vida seré un buitre que se alimente de carroña suculenta: me posaré en lo alto de los edificios elevados y me lanzaré en picado y como una exhalación en cuanto olfatee la muerte. Ahora estoy silbando una tonada alegre: las regiones hepigástricas están en paz. Hola, Mara, ¿cómo estás? Y ella me dedicará la enigmática sonrisa, y me estrechará en un cariñoso abrazo. Eso ocurrirá en un vacío bajo potentes reflectores con tres centímetros de intimidad que dibujen un círculo místico a nuestro alrededor. [...]
Henry Miller (1891-1980)
Sexus (1949)
No hay comentarios:
Publicar un comentario