30 de enero de 2011

El enigma de Fermat

Prueba visual para un triángulo de a=3, b=4, c=5
según viene recogida en el Chou Pei Suan Ching (China, 500-200 a. C.)

[...] Pitágoras de Samos fue uno de los personajes más prestigiosos y a la vez de los más misteriosos de las matemáticas. Como no hay referencias directas sobre su vida y su obra, su figura está rodeada por el mito y la leyenda, y eso dificulta a los historiadores discernir entre realidad y ficción. Lo que sí parece cierto es que Pitágoras desarrolló la idea de la lógica numérica y fue el responsable de la primera edad de oro de las matemáticas. Gracias a su genio, los números dejaron de utilizarse tan sólo para contar y calcular y comenzaron a valorarse como objetos en sí mismos. Estudió las propiedades de cada número, las relaciones entre ellos y las figuras que forman. Se dio cuenta de que los números existen con independencia del mundo perceptible y, por tanto, su estudio no está corrompido por la imprecisión de los sentidos. Así pudo descubrir verdades desligadas de la opinión o del prejuicio y más absolutas que cualquier conocimiento anterior.

Pitágoras, que vivió en el siglo VI a. J.C., adquirió sus habilidades matemáticas viajando a lo largo y ancho del viejo mundo. Algunos relatos hacen pensar que llegó hasta la India e Inglaterra, pero lo más probable es que recopilara muchas técnicas e instrumentos matemáticos de egipcios y babilonios. Esas dos civilizaciones antiguas habían ido más allá de los límites del simple cálculo. Supieron realizar cómputos complejos con los que crearon sofisticados sistemas de cálculo y complicados edificios. De hecho tenían las matemáticas como meras herramientas para solucionar problemas prácticos; el estímulo para descubrir algunos de los principios básicos de la geometría fue facilitar la reconstrucción de las lindes en los campos, las cuales se perdían con las crecidas anuales del río Nilo. El término geometría significa literalmente "medir la tierra".

Pitágoras observó que los egipcios y los babilonios traducían cada cálculo a la forma de una receta que luego podían seguir a ciegas. Las recetas, transmitidas de generación en generación, siempre daban respuestas correctas, así que nadie se molestaba en cuestionarlas o en indagar la lógica que yacía tras las ecuaciones. Lo importante para estos pueblos era que un cómputo funcionara, el porqué era irrelevante. Después de viajar durante veinte años, Pitágoras había asimilado todos los principios matemáticos del mundo conocido y zarpó rumbo a la isla de Samos, en el mar Egeo, su lugar de procedencia, con la intención de fundar una escuela dedicada al estudio de la filosofía y, en particular, a investigar los principios matemáticos recién adquiridos. Quería entender los números, no sólo explotarlos. Esperaba encontrar una cantera copiosa de estudiantes librepensadores que lo ayudaran a desarrollar filosofías nuevas por completo, pero, durante su ausencia, el tirano Polícrates había convertido la Samos liberal de otro tiempo en una sociedad intolerante y conservadora. Polícrates invitó a Pitágoras a sumarse a su corte, pero el filósofo, consciente de que se trataba tan sólo de una maniobra para silenciarlo, rechazó la oferta. Abandonó la ciudad y se trasladó a una cueva remota de la isla donde poder meditar sin miedo a ser perseguido.

A Pitágoras no le gustó nada aquel aislamiento y al cabo de un tiempo recurrió a sobornar a un muchacho para que fuera su primer alumno. La identidad del pupilo es dudosa, pero algunos historiadores sugieren que también se llamó Pitágoras y que con posterioridad adquirió fama por ser la primera persona en aconsejar a los atletas que comieran carne para mejorar su constitución física. Pitágoras, el maestro, pagaba a su alumno tres óbolos por cada lección a la que asistía, y pudo ver que la desgana inicial del muchacho para aprender se transformaba, según avanzaban las semanas, en entusiasmo por la sabiduría. Para ponerlo a prueba, Pitágoras fingió que ya no podía pagar al estudiante y que, por tanto, las clases debían cesar. El muchacho respondió entonces que prefería pagar por su formación antes que interrumpirla. El alumno se había convertido en discípulo. Por desgracia, ésta fue la única adhesión a Pitágoras en Samos. Durante algún tiempo estableció una escuela, conocida como Semicírculo de Pitágoras, pero sus criterios acerca de la reforma social no fueron aceptados, así que el filósofo se vio obligado a abandonar la colonia en compañía de su madre y de su único discípulo.

Pitágoras se dirigió al sur de Italia, que entonces formaba parte de la Magna Grecia, y se instaló en Crotona, donde tuvo la suerte de encontrar al mecenas perfecto, Milón, el hombre más rico del lugar y uno de los más forzudos de la historia. Si la fama de Pitágoras como sabio de Samos ya se estaba divulgando por toda Grecia, la reputación de Milón era incluso mayor. Tenía unas proporciones hercúleas y había logrado la proeza de ser campeón de los juegos olímpicos y píticos en doce ocasiones. Además del atletismo, Milón valoraba y estudiaba la filosofía y las matemáticas. Cedió una parte de su casa a Pitágoras, el espacio suficiente para crear su escuela. Resultó así que la mente más original y el cuerpo más poderoso se habían asociado.

Seguro en su nuevo hogar, Pitágoras fundó la Hermandad Pitagórica, un grupo de seiscientos discípulos capaces no sólo de entender sus enseñanzas, sino también de acrecentarlas con ideas e instrumentos nuevos. Al ingresar en la hermandad, cada miembro debía donar todas sus posesiones materiales a un fondo común, y en el caso de que alguien la abandonara percibía el doble del importe donado en un principio y se erigía una lápida en su memoria. La hermandad era una escuela igualitaria e incluía a varias mujeres entre sus componentes. La estudiante preferida de Pitágoras era la mismísima hija de Milón, la bella Teano, y, a pesar de la diferencia de edad que los separaba, con el tiempo se casaron.

Poco después de crear la hermandad, Pitágoras acuñó el término filósofo, y con él fijó los objetivos de su escuela. Durante la asistencia a los juegos olímpicos, León, príncipe de Fliunte, preguntó a Pitágoras cómo se definiría a sí mismo. Éste respondió: "Soy un filósofo", pero León no había escuchado nunca esa palabra y le pidió que se explicara.

La vida, príncipe León, podría compararse con estos juegos. De la vasta multitud aquí reunida, a algunos los atrae el adquirir riquezas, a otros los seduce la esperanza y el deseo de la fama y la gloria. Pero de entre todos ellos, unos pocos han venido a ver y entender todo lo que aquí ocurra.

Lo mismo sucede con la vida. Unos están influidos por el ansia de riquezas mientras que otros están ciegos, seducidos por la loca fiebre de poder y dominio. Pero el género más noble del ser humano se dedica a descubrir el significado y la finalidad de la vida en sí misma. Ambiciona desvelar los secretos de la naturaleza. A éste es a quien yo llamo filósofo, porque aunque ningún hombre sea sabio absoluto en todas las materias, sí puede amar la sabiduría como la clave de los secretos de la naturaleza.

Aunque muchos estaban al corriente de las aspiraciones de Pitágoras, nadie ajeno a la hermandad conocía los detalles o el alcance de sus logros. Cada miembro de la escuela debía prestar el juramento de no revelar jamás al mundo exterior ninguno de sus descubrimientos matemáticos. Incluso después de la muerte de Pitágoras, un miembro de la hermandad fue ahogado por quebrantar esta promesa. Había anunciado públicamente el descubrimiento de otro sólido regular, el dodecaedro, formado por doce pentágonos iguales. El carácter tan secreto de la Hermandad Pitagórica es, en parte, la razón de que los extraños rituales que quizá practicaron hayan estado envueltos por el mito. Del mismo modo se explica que hoy dispongamos de tan pocos datos fidedignos sobre sus logros matemáticos.

Lo que se sabe con certeza es que Pitágoras impulsó una actitud vital que cambió el rumbo de las matemáticas. La hermandad era, de hecho, una comunidad religiosa y uno de los ídolos que veneraban era el Número. Creían que podrían descubrir los secretos espirituales del universo y acercarse más a los dioses si comprendían las relaciones entre los números. La hermandad centró sobre todo la atención en el estudio de los números cardinales (1, 2, 3, ...) y en las fracciones. A veces, a los números cardinales se los llama números enteros y, junto a las fracciones (proporciones entre números enteros), constituyen los denominados técnicamente como números racionales. De entre la infinidad de números, la hermandad se fijó en los que poseen un significado especial, y unos de los más especiales son los llamados números perfectos. [...]


El enigma de Fermat (1997)

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